Cada país latinoamericano
la toma como suya, porque los caminos solitarios para apariciones se prestaban.
Hay ya personas mayores que vienen de los campos que dicen, “a la Sayona (Llorona)
y a los demás espectros los mató la llegada de la energía eléctrica”. Gran
realidad pero que sigue enraizada en las personas en los lugares donde no llega
o se corta la electricidad, porque la mente sigue jugando pasadas.
La leyenda proviene de
México y ha tomado a toda Latinoamérica. Allí se le llama La Llorona, como en
Colombia, México, Guatemala. En Venezuela es conocida como La Sayona, que
además seduce a los hombres solos y los vuelve locos, sus súbditos son otras
leyendas, El Carretón, la Bola de Fuego y El Silbón; en Chile se llama La
Pucullén, en Ecuador es la Dama Tapada; en Honduras se junta con otro mito
llamada La Sucia; en Panamá se une a La Tulivieja y La Tepesa.
Esta es la historia
principal, que tomamos y depuramos de Wikipedia.
La Llorona es un espectro del folclore latinoamericano que
según la tradición oral se presenta como el alma en pena de una
mujer que asesinó o perdió a sus hijos, busca a estos en vano y asusta con su
sobrecogedor llanto a quienes la ven u oyen. Si bien la leyenda cuenta
con muchas variantes según su región, los hechos medulares son los mismos.
La presencia de seres
fantasmales que lloran en los ríos por motivos diversos es una característica
recurrente de la mitología aborigen de los pueblos prehispánicos.
Es así como pueden encontrarse rasgos de estos espectros en varias de las
culturas precolombinas, que eventualmente, con la llegada de los conquistadores españoles,
fueron asumiendo rasgos comunes debido a la expansión del dominio hispánico
sobre el continente. La leyenda es una historia que posee referentes míticos en
el universo prehispánico, pero que instaura su drama y su cortejo imaginario y
angustiante en el orden colonial.
En México, varios
investigadores estiman que la Llorona, como personaje de la mitología y de las
leyendas mexicanas, tiene su origen en algunos seres o deidades prehispánicas
como Auicanime, entre los purépechas; Xonaxi Queculla, entre
los zapotecos; la Cihuacóatl, entre los nahuas; y la Xtabay,
entre los mayas lacandones. Siempre se la identifica con el inframundo, el
hambre, la muerte, el pecado y la lujuria.
En el caso de Xtabay (o Xtabal), esta diosa lacandona se identifica como un espíritu
malo con la forma de una hermosa mujer cuya espalda tiene forma de árbol hueco.
Al inducir a los hombres a abrazarla, los vuelve locos y los mata.
La diosa
zapoteca Xonaxi Queculla, en tanto, es una deidad de la muerte, del inframundo y
de la lujuria que aparece en algunas representaciones con los brazos
descarnados. Atractiva a primera vista, se aparece a los hombres, los enamora y
los seduce para después transformarse en esqueleto y llevarse el espíritu de
sus víctimas al inframundo. Auicanime era considerada entre los
purépechas como la diosa del hambre (su nombre se puede traducir como la Sedienta o la Necesitada).
También era la diosa de las mujeres que morían al dar a luz en su primer parto,
las cuales, según la creencia, se volvían guerreras (mocihuaquetzaque), lo que
las convertía en divinidades y, por ende, en objetos de adoración y ofrenda.
Finalmente, Cihuacóatl era
para los mexicas, diosa de la tierra (Coatlicue), de la fertilidad y de
los partos (Quilaztli), además de mujer guerrera (Yaocíhuatl) y madre (Tonantzin),
tanto de los aztecas como de sus mismos dioses. Mitad mujer y mitad serpiente,
la diosa que emerge, según la leyenda, de las aguas del lago de Texcoco para
llorar a sus hijos (los aztecas) es el sexto presagio de la devastación de
la cultura mexica a manos de los conquistadores venidos del mar.
Cihuacóatl, en particular, muestra tres aspectos característicos: los gritos y
lamentos por la noche; la presencia del agua, pues tanto Aztlán como
la gran Tenochtitlán estaban cercados por ella —con lo que ambos
sitios estaban conectados por coincidencias no solo físicas, sino también
míticas—; y ser la patrona de las cihuateteo, que de noche vocean y braman
en el aire.
Estas son las mujeres muertas en parto que bajan a la tierra en
ciertos días dedicados a ellas en el calendario con el fin de espantar en las
encrucijadas de los caminos y que son fatales para los niños. Esta abundancia
de diosas conectadas con cultos fálicos y de la vida sexual fue
génesis no solo de la Llorona, sino también de otros fantasmas femeninos que
castigan a los hombres, como la Siguanaba, la Cegua o la Sucia.
A la presencia de estos
antecedentes mitológicos entre los pueblos precolombinos de Mesoamérica se
suma la contribución española para establecer el mito como tal. Es durante
la colonia española en América cuando el mito de la Llorona toma
forma. A
la vez diosa y demonio, nadie, en la psique del mundo colonial, puede resistir
su aparición ni su llanto de ultratumba, ni siquiera los conquistadores
afincados en el valle de México, quienes a causa del espanto incluso
instituyeron un toque de queda a las once de la noche, pues pasada esa hora
comenzaban a escucharse los gemidos aterradores de una mujer espectral por las
calles de la ciudad de México.
Su visión garantiza la muerte o la locura
(en similar forma a la de las deidades prehispánicas antes descritas) para
aquellos que intentan averiguar el origen de aquel lastimero gemido. Para los
colonos, la diosa prehispánica toma la forma de una mujer de flotante vestido
blanco, con la cara cubierta por un vaporoso velo (que cubre el aterrador
rostro de la angustia), que cruza las empedradas callejuelas y plazas de la
ciudad lanzando un estremecedor grito de desesperanza y derrota.
La Llorona es
también uno de los primeros signos del mestizaje, pues es durante este
período cuando se identifica en México a este fantasmagórico personaje con doña
Marina, la Malinche, que vuelve arrepentida a llorar su desgracia, su
traición a su pueblo indígena y su relación con Hernán Cortés, como parte
de la leyenda negra de estos personajes. De aquí parecen venir muchas
de las versiones que señalan a la Llorona como la protagonista de una trágica
historia de amor y traición entre la mujer indígena (o mestiza o criolla)
y su amante español, lo que finalmente la lleva al infanticidio como
una manifestación del deseo de castigar al hombre en la forma del amante, en
unas versiones, o del padre de la mujer, en otras, para lo cual usa al niño
como el instrumento de la venganza por ser este la prueba de la deshonra, pero
también, de alguna forma, como una manera de castigarse a sí misma por su
debilidad.
Pero la creación e
influencia del mito de la Llorona entre los pueblos hispanoamericanos tiene
también elementos de otras fuentes mitológicas propias de las culturas
aborígenes precolombinas diferentes de las civilizaciones mesoamericanas.
En Centroamérica, entre los bribris, pueblo indígena que ocupa la
región de Talamanca, en la frontera entre Costa Rica y Panamá (zona
de influencia del área intermedia entre Mesoamérica y las culturas
sudamericanas), existen historias de ancestrales espíritus llamados «itsö»,
especie de genios con aspecto de mujer y cuerpo de gallina que habitan en las
grutas y en los cauces de los ríos y que lanzan lastimeros gritos cuando un
niño está a punto de morir, o bien que pierden a los niños en los bosques
cuando estos se alejan de sus padres. En el idioma bribri, la palabra
'itsö' significa tanto 'llorona' como 'tulevieja'.
De ahí que haya similitudes
entre las leyendas que se cuentan en Costa Rica y Panamá para estos dos
fantasmas (básicamente una mujer que mata a su hijo fruto de un embarazo no
deseado y que por ello queda condenada a vagar como un fantasma).
Al ser una zona de transición entre Mesoamérica y Sudamérica, en las versiones
de la leyenda de la Llorona en esta parte de Centroamérica se
empiezan a observar algunos rasgos característicos que la diferencian de la
versión mexicana.
La Llorona en Mesoamérica es, primeramente, una
deidad primigenia vinculada al parto y a la vida sexual que, por la influencia
española, adquiere la forma de un espectro castigador, en gran manera asociado
a la ciudad, pero en el Suwoh (la cosmogonía indígena transmitida por
tradición oral entre los bribri) es más bien un ser que se asocia a los montes
oscuros y enmarañados, los abismos de las montañas, las lluvias, los vientos
fuertes y las cataratas de los ríos, es decir, tiene una fuerte vinculación con
las fuerzas de la naturaleza y la vida rural, por lo que el fantasma solamente
puede ser visto (muchas veces únicamente oído su lamento) cerca de masas de
agua como ríos, lagos y cataratas, generalmente en pueblos poco poblados, por
lo que es un fantasma más asociado al campo.
Su función castigadora, además, se
ve un poco más atenuada que en la versión mexicana (aunque siempre presente,
como en algunas versiones de la Tulevieja o la Tepesa) y limita
al espectro a espantar con su llanto a los viandantes en lugar de asesinarlos,
aunque se refuerza otro aspecto quizá aún más aterrador: el rapto de los niños,
que puede observarse en variantes del cuento de la Tulevieja en Costa Rica y
Panamá, en las leyendas de los duendes en Costa Rica y en algunas versiones de
la leyenda de la Llorona en Colombia.
En Sudamérica,
finalmente, existen algunas leyendas precolombinas que fueron asociadas con la
de la Llorona mexicana una vez establecido el dominio hispano sobre el
continente, pero que no tienen un origen común con esta, a pesar de que existan
aspectos muy similares. Pueden encontrarse trazos similares en la leyenda
del Ayaymama de la mitología amazónica peruana y en las leyendas
guaraníes del Itá Guaymí, el Urutaú o el Guemi-cue. Destaca entre estas
leyendas la historia de la Pucullén (del mapudungún 'külleñu',
'lágrimas', y 'pu': prefijo plural),8
perteneciente al folclor chileno. Mientras que la Llorona mesoamericana es
castigada por haber asesinado a sus hijos, los de la Pucullén han sido raptados
y asesinados por terceros, lo que convierte a esta en una víctima inocente de
la maldad ajena, por lo que llora eternamente. Relacionada igualmente con la
muerte, al igual que la Llorona mesoamericana, la Pucullén es, más que un
demonio castigador, una guía para los que van a morir, a quienes ampara en su
paso al más allá.
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