Alguna
vez una profesora de teatro en mi adolescencia nos dijo que no debíamos tenerle miedo al absurdo y
que ello no era sólo a las morisquetas que se tuviesen qué hacer en una obra o
la vestimenta, el lugar y el tipo de público.
Esa negación
al temor también aplicaba ante los errores, las fallas involuntarias y la
percepción y reacción del público, incluso entre los conocidos. Todo ello para
forjar el carácter, saber aprender de los errores y adentrarse en la psicología
del personaje y no dejarse intimidar por el “qué dirán”.
En el
canto coral también hay algo de ello, especialmente en los coros de personas “musicales”
(que no son músicos, pero que son receptivos a la guía y entrenamiento para
acoplarse, especialmente en el canto en grupo).
Ocasionalmente,
los errores surgen y éstos no solamente deben ser asimilados musicalmente por
el director y su grupo, sino psicológicamente, tomándole “el lado amable”, y
aprender a corregir y aumentar, para no temerle más a tal o cual canción,
escenario o incluso, terminar retirándose y evitando a su grupo de amigos.
Nuestro
director por siempre, Armando Linares, decía que era común incluso en
los coros profesionales. Que lo habitual es que un coro se baje (que tomen el
tono más bajo) y eso obligue a detener la canción. Y que sí el coro se subía,
eso igual era una falla.
Pero
que la gracia estaba en volverla a ensayar enfrentarla y ponerle más garbo,
para que la canción suene mejor porque cada quien en su corazón sabe que debe
vencerla a ella, honrándola con una interpretación adecuada, lo que es la única
forma de que no vuelva a salir mal.
Recordemos
que nuestra valentía se demuestra cuando sin resquemor alguno usamos uniformes
poco convencionales o cantamos en áreas para nada comunes o adaptadas al canto
vocal. Muchos transeúntes lo toman a chanza o indiferencia y nosotros, pasamos
de ello porque hacemos lo que amamos y sabemos que estamos dejando un legado
mejor que la crítica pueril.
En una
ocasión estuvimos compartiendo escena con un coro infantil por demás
maravilloso, que combinaba canto, baile y teatro con gran sincronía y
permitiendo que todos sus integrantes tuviesen su segundo destacado de solista.
Una niña
integrante, falló en el tiempo y se trabó al cantar; su siguiente compañera
entró a tiempo y todo ello fue rápidamente solventado. Al público no le
interesó la falla, sino el alabar el esfuerzo.
La niña,
cuando salíamos, lloraba en brazos de su madre y directora, desconsolada. Me le
acerqué y recuerdo que le dije, “en una presentación hace unos 15 años, hice un
solo y en casi todo el fraseo hablé como “El Gallo Claudio”, haciendo que la canción
se cayera. Y, heme aquí, contándolo feliz y con el aprendizaje intacto, sin
temor al ridículo.
Ella
comenzó a reír y sus amiguitas también. Un par de años después les volvimos a
ver y ella estaba allí. Todo había pasado y seguía con su pasión.
Un mal
día lo tenemos todos, la decisión de tomarlo con educación y gracia radica en
nosotros y en el claro apoyo que nuestras amistades nos brinden.
La magia
de los coros de músicos no profesionales radica en que es un hobbie que busca
dar lo mejor de sí. Los coros médicos intentaban cada año innovar, mostrando en
cada encuentro coral el valor del instrumento más difícil de ejecutar -la voz-,
acompañada de canciones tradicionales y populares que ampliaran el pentagrama y
demostraran que el canto en coros no es estar estáticos, sino estar vivos y
contagiar de ello a quienes escuchan.
Disfraces,
bailes, recitados, solos, monólogos, improvisaciones, teatralidad,
sincronización de rutinas vimos año tras año y jamás lo sentimos como un
absurdo o ridículo, sino la esencia libre del ser. Y ello era así porque no le
temíamos al bufo, por lo cual no estaba presente.
El punto
era darle vida, personalidad y entrega personal y grupal a cada intervención,
para que un pedacito quedase grabado en el público. Seguro estoy, que todos lo
logramos.
En la
vida cotidiana, cuando cantamos, jugamos, conversamos o estamos con la persona
amada, el absurdo es parte de esa conjunción de sentimientos y libertad que nos
nutre y no debemos dejar de lado.
Divertirse
y hacer que los demás sean felices, es lo que nos permitió acoplar
perfectamente nuestros caracteres, profesiones y maneras de cantar, abriendo un
segmento inimitable y encomiable que se hizo parte de nuestro país.
Sigamos
cantando sin miedo alguno, con o sin coros. Y sí debemos temerle a algo, es a
la apatía, al exceso de formalidad, el esnobismo o al “mírame pero no me toques”,
esas versiones elitistas y separatistas que mal mientan cultura y que se alejan
de encontrarse con el corazón y ánimo de aquellos que se toman el tiempo de
escucharnos.

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